
LORE SEGUNDO SELLO
Capítulo 1: El Silencio Antes de la Guerra
“Y vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos… y oí uno de los cuatro seres vivientes decir con voz de trueno: Ven y mira.”
— Apocalipsis 6:1
El cielo estaba roto.
Tras la apertura del primer sello, el mundo fue desgarrado por la aparición del jinete blanco. Su arco no lanzaba flechas, pero donde miraba, nacía la conquista. Naciones se alzaban unas contra otras, ya no por oro, ni por fe, sino por instinto, como bestias privadas del lenguaje.
Y luego, silencio.
Un silencio antiguo, más viejo que la tierra, cayó sobre los cielos. Como si la creación entera hubiera contuviera la respiración. El primer jinete se desvanecía en el eco de su destrucción, y el segundo sello esperaba.
Cuando el Cordero rompió el segundo sello, las estrellas titilaron como si temieran mirar. El firmamento crujió.
Y sin embargo, no hubo guerra.
El jinete del caballo bermejo no descendió sobre el mundo de los vivos. No marchó sobre reinos humanos, no alzó su espada contra ciudades. El caballo rojo fuego giró su cuello hacia otro lugar. Su mirada atravesó el velo que separaba la vida de la muerte, y cabalgó hacia abajo.
Atravesó realidades, cruzó el olvido, rompió las paredes invisibles entre los mundos. Penetró un lugar oculto bajo toda creación: la Muerte, no como fin, sino como territorio. Un reino físico de cavernas que respiraban, mazmorras sin luz donde las almas yacían encadenadas por pactos antiguos.
Allí no se desató la guerra, sino algo peor: la forma de la guerra.
El caballo creó su propio mundo. No uno nacido de tierra y cielo, sino de ruinas flotantes, pasillos móviles, tormentas inmóviles y campos que sangraban. Un plano sin eje ni centro, donde el tiempo no avanzaba, sino que se distorsionaba en función del odio contenido por las almas de mil generaciones.
Y en medio de ese caos de paisajes mutables, el Huerto del Edén reapareció.
No era el Edén de la inocencia, sino uno que lloraba por lo perdido. Sus árboles temblaban, su río ya no susurraba vida, y en el centro del jardín, el caballo rojo se detuvo.
Se volvió piedra.
Se convirtió en una estatua colosal, su silueta erguida como un monumento a lo inevitable. Y dentro de esa estatua, las profecías respiraban, conteniéndose a sí mismas.
El Segundo Sello no trajo guerra al mundo.
La llevó a su origen.

LORE SEGUNDO SELLO
Capítulo 2: La Fractura y la Serpiente
“Y salió otro caballo, bermejo; y al que lo montaba le fue dado quitar la paz de la tierra…”
— Apocalipsis 6:4
Los ángeles observaron.
Vieron cómo el caballo bermejo no se dirigía a los campos de batalla, ni a las coronas de los reyes, sino a un reino prohibido: la muerte. Percibieron el desgarramiento de la realidad, el crujido de las paredes del más allá, el eco de una creación nueva que no respondía a las leyes del cielo.
Y temieron.
Intentaron entrar. Descendieron con espadas de fuego y alas extendidas, pero el mundo que el caballo había creado no los recibía. No podían atravesar sus fronteras. Aquella realidad no se guiaba por la luz, ni por la obediencia. Era un mundo sin puerta ni llave para el cielo.
Los demonios, sin embargo, fueron más sabios. Donde los ángeles dudaban, ellos se movieron. Las grietas abiertas por el caballo eran heridas, y por ellas se filtraron como humo negro. No buscaban paz. No buscaban guerra. Buscaban oportunidad.
Y la hallaron.
En lo más profundo de la muerte, encadenada desde el principio de los tiempos, yacía la criatura más astuta que la humanidad había conocido: la serpiente. No tenía forma fija ni lengua única, pero su inteligencia no se había apagado con los siglos. Solo aguardaba.
Liberada por los demonios, la serpiente vio el nuevo mundo y comprendió lo que ni ángeles ni hombres podían entender: el caballo no había quebrado solo las paredes de la realidad, sino también el curso profético.
Y si las profecías podían ser alteradas, podían ser frustradas.
La serpiente probó los bordes del nuevo mundo. Envió pensamientos a las almas dormidas en la muerte, susurrándoles caminos hacia la creación del caballo. Y así lo comprobó: los muertos podían entrar.
Eligió entonces a cinco. No por su fuerza, sino por su vínculo con el origen:
Adán, el primero.
Eva, la madre de todos.
Caín, el que derramó la primera sangre.
Abel, el inocente caído.
Set, la semilla prometida.
A ellos los envió, como sondas del caos, a caminar por ese mundo fluctuante, para sentir, para pensar, para alterar.
Mientras tanto, se preparaba para liberar a uno más.
Un hombre, no santo ni salvaje, sino calculador. Un constructor de torres y de reinos. Aquel que desafió al cielo y pretendió elevar su nombre sobre las nubes: Ninrod.
Y mientras el plan oscuro crecía, el mundo del caballo respiraba.
Las almas, al despertar, no entendían el tiempo. No sabían si soñaban o vivían. Caminaban por praderas que al pestañear se convertían en bosques. Subían montañas que al descender eran desiertos. Nada era firme. Nada era eterno. Un árbol podía morir y al caer, abrir un río. Una roca podía romperse y ser una casa. Las flores crecían sin semilla, y la noche caía sin que nadie notara cuándo.
El mundo del segundo sello no obedecía a ningún dios.
Solo al movimiento.